28/4/11

Mitos

Por Mario Goloboff
Los mitos, como la gran literatura, se construyen con incertidumbres. Poca importancia tiene confirmar hoy que Moisés era tartamudo y, si lo era, porque guiada su mano por un ángel habría elegido el fuego antes que el oro en la mesa del Faraón, o que a Julio César le advirtieron, sin que él diera crédito a esos fieles consejos, que se cuidara muy bien de los Idus de marzo. Ninguna relevancia, para mujeres y hombres de nuestra tierra, y especialmente para los más jóvenes, que Evita tuviese el pelo verdaderamente negro o falsamente rubio o que antes de ser quien fue disputara cartel con actrices de primer orden, perdiendo casi siempre.
La lenta, involuntaria construcción del mito requiere de esas incongruencias; mejor aún, ellas parecen su más sólido cemento. La memoria de grandes acontecimientos lo perpetúa, y los pequeños son, siempre y misteriosamente, elementos que luego lo engrandecen. De una manera ilógica y casi demoníaca, todo obra en su favor. Por eso, los testimonios personales carecen casi de interés, y hasta uno mismo duda si lo que vivió fue bien vivido, si no se equivocó al juzgar, si la propia experiencia (que suele ser principio de autoridad y de verdad en otros casos) no traicionó, con su palpable y cruda reciedumbre, la más profunda validez de la leyenda.
En mi modesto caso, la vida me había preparado para rechazar los mitos de la época. Cómo no obturarlos si nací oyendo las voces, sí que crispadas, de un líder llamando a saltar las tranqueras, a romper las alambradas; si leí obligado en la escuela La razón de mi vida; si vi, un invierno del ’52, amparado tras las cortinas del living de mi acomodada casa paterna, en un anochecer y un desfile fantasmales, cómo lloraban solo las desposeídas, los pobres de mi pueblo natal.
No llegué a olvidar tampoco que una mañana de años antes, casi recién venido, había despertado y llegado a la galería cubierta y que mi abuelo tenía entre sus manos un diario de grandes dimensiones o que, acaso para mi humilde estatura, yo veía tan grande. Ha terminado la guerra, dijo alguien que no recuerdo quién, pero recuerdo indeleblemente que lo dijo. Vi que todos lloraban y que alzaban las copas y cantaban. Habían salvado sus vidas, nos habían salvado.
Sé pues, cuando muy niño, algo de lo que fue la guerra en Europa y la matanza de judíos. Soy apenas un chiquitín, pero ya sé (en fin, creo saber) quién fue Hitler y quiénes Roosevelt y Montgomery. Y los por entonces gloriosos Charles de Gaulle y Winston Churchill, y hasta Stalin. Sé (ya que todavía lo voceaban mis hermanos mayores) que Miaja sí y Franco no. Sé también, porque alcancé a deletrearlo sobre unos volantitos adheridos quizá provocativamente en las puertas del negocio familiar, que “Braden o Perón” (¿o fueron mis hermanos quienes lo deletrearon para contármelo después?). Sé de la guerra, sé de los buenos y de los malos, sé de la patria y de la antipatria. Sé de tantas cosas que un niño, en un país y un mundo corrientes, no debiera, corrientemente, todavía saber...
Hay muchas vivencias que se agolpan, pero no podría asegurar a ciencia cierta si se trata verdaderamente de vivencias o de recuerdos de otros que se introducen en ellas haciendo que sus vidas, anteriores, formen parte de la mía.
Así, los temblores ascendían y se multiplicaban a nuestro alrededor, y uno iba educándose entre ellos y en medio de esa historia que, cada vez más, formaba parte de nuestra temprana intimidad. Ibamos creciendo, y también la historia iba creciendo de un modo abarcador.
En nuestra imaginación, en el mundo simbólico de nuestra comunidad, lo que había sucedido del otro lado del mar podría estar reproduciéndose en estas latitudes, con ingredientes ciertamente originales y contradictorios, pero también con un trasfondo de discursos, de lemas, de actitudes y de personajes locales que, para unos cuantos, traían resonancias casi insoportables. Inocultablemente, el miedo se infiltraba en nuestras venas e iba creando un espacio de clamores y temores que gobernaría la existencia. Esta, además, no signada por ninguna religión ni creencia, iba a orientarse sin embargo desde la juventud (y un poco paradójicamente) por las sabias palabras del evangelista: “Hijitos, guardáos de los ídolos” (primera epístola de San Juan, 521).
Pero, como bien advertía Georges Dumezil, maestro eminente del Collège de France, quien consagró buena parte de sus 88 años al estudio de los aspectos lingüísticos y luego mitológicos de las civilizaciones indoeuropeas: “El país que ya no tenga leyendas, dice el poeta, está condenado a morir de frío. Es harto posible. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya muerto. La función de la clase particular de leyendas que son los mitos es, en efecto, expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad, mantener ante su conciencia no solamente los valores que reconoce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y su estructura mismos, los elementos, los vínculos, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en fin, las reglas y las prácticas tradicionales sin las cuales todo lo suyo se dispersaría”.
¿Cómo entender, así, cómo revisitar desde tales impresiones y tales escalofríos lo que entonces pasó, los nombres que poblaron esos días y ese tiempo, esos sueños, esas visitas angustiantes de las figuras de la noche? ¿Y cómo medir la grandeza de los contemporáneos desde una visión tan personal, tan reducida?
Entre las improbables respuestas que he buscado a lo largo de años hay una, y solo una, que apenas más me satisface un tanto. Lo diré rápidamente y “con todas las letras”: la de la literatura. Solo desde el lenguaje poético puede, me parece, rozarse, reconstituirse esa realidad y, lo que es más importante, comprenderse. Bien dice Maryse Renaud, colega y amiga francesa (aunque antillana, nacida en La Martinica, es decir, en el mundo colonial), que “es del desprestigio del clásico concepto de Historia, de la comprobación de la imposible fiabilidad del discurso oficial, de donde nace la integración, incluso la celebración de la palabra popular”.
Habría que aceptar que fue esa palabra popular la que edificó nuestra verdadera historia, tal vez al lado de la que nosotros vivimos parcialmente o no vivimos bien o no alcanzamos a ver en sus enteras dimensiones. La pasión de una mujer que no se resignó a ser solo la esposa de un líder político y que, desesperada, profundamente herida por las clases poseedoras, sorprendida hasta el final por el poder que el destino había puesto en sus manos, se inmoló, literalmente se quemó, en una lucha desigual.
Es de esa disparidad, de esa sorpresa, de esa falta de discernimiento de los hombres y la historia (y de los hombres en la historia) que la literatura trata de dar cuenta, con los mismos titubeos y contradicciones que cualquier otro discurso social, pero con la certeza de que, por ser la única ficción que no niega su carácter, puede rodear, puede abarcar, puede arrojar nuevas luces (aún entre nuevas dudas) sobre los fenómenos colectivos. Allí están, pugnantes, presentes, siempre vivos, los textos de Rodolfo Walsh, los de Tomás Eloy Martínez, los de David Viñas, los de José Pablo Feinmann, Eduardo Mignona, Copi, Néstor Perlongher, Osvaldo y Leónidas Lamborghini...
Intentos, claro está, porque se trata de territorios y de lenguajes bien distintos, pero, al emprenderlos, se internan ya en un magma y, a pesar de todo, van obteniendo variaciones y reflejos de una verdad que, para siempre, seguirá siendo inalcanzable.
Justamente, ese carácter de inaccesibilidad es el que le asegura resistencia y persistencia. Lo mítico del mito es que no puede cercárselo, que no se acaba, que siempre continúa interrogándonos, más allá de toda razón, de toda lógica, de toda experiencia material, como la poesía.
* Escritor, docente universitario.

2 comentarios:

  1. Comparto excelente nota publicada en Página 12 hoy.

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  2. interesanteeee!!! y gracias amiga por tus palabras el otro dia, sos un amor!!! aguanten los blogs! jaja abrazo

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