9/5/11

Teatro del Picadero, la sala que insiste en levantar el telón

La sala que insiste en levantar el telónPor Alejandro Cruz
LA NACION
Redacción. Cinco de la tarde de hace unos días. Suena uno de los tantos teléfonos que hay alrededor.
-¿Se acuerda de que usted escribió varios notas sobre la demolición del Teatro del Picadero?
-Sí, claro. Fue hace varios años.
-En el 2007/8.
-Mire usted.
-Bien. Yo soy Ernesto Lerner, el dueño del Teatro del Picadero.
Así se inicia una charla, en la que este señor cuenta que tiene el teatro casi terminado. Entusiasmado, dice que se mandó una sala estilo Casacuberta, del Teatro San Martín, para casi 300 espectadores, y que en la planta baja mandó construir un bar para hacer espectáculos (”Tipo café concert, ¿vio?”). Y claro: camarines, baño para discapacitados, un hall enorme e infinidad de etcéteras que despiertan la curiosidad. Claro que no sabe cómo seguir (pero eso es otro tema).
Lerner es contador; da clases en la facultad y es inversionista. De espectáculos, confiesa no saber mucho. No. En realidad, dice no saber nada. Incluso agrega una frase contundente: “Yo no soy un hombre de la noche. Te digo más: ni siquiera soy de la tarde”. Días después, en medio del nuevo escenario del Picadero, agrega: “Es como cuando me propusieron hacer un hotel. Si yo en casa ni me sirvo el jugo de naranja, ¿cómo pretenden que le sirva el jugo a otro? Este caso es parecido. Yo te puedo administrar una obra de 20.000 metros, pero no te puedo administrar un teatro“. Tampoco supo que, cuando compró cinco lotes de impecable ubicación (Callao, pasaje Santos Discépolo y Riobamba), uno de esos terrenos lo iba a poner frente a un dilema que ahora le quita el sueño.
Cuatro años atrás, un vecino (el guionista Alejandro Machado) pasó por el pasaje y vio en la fachada del Teatro del Picadero un cartel de demolición. Rápido de reflejos, avisó a Basta de Demoler, ONG dedicada a la preservación del patrimonio urbano. Y ahí comenzó a correr la noticia: un megaemprendimiento diseñado por el arquitecto Mario Roberto Alvarez (el mismo que construyó el Teatro San Martín y la ampliación del Teatro Colón) estaba por demoler la sala en la que, en 1981, se realizó la primera y mítica edición de Teatro Abierto.
La noticia se expandió. Basta de Demoler presentó un amparo en el que adujo el valor patrimonial del lugar y exigiendo que se cumpla la ley 14800 (”Donde se demuele un teatro, se debe construir una sala de similares características”). A los pocos días, se hizo un acto de protesta frente a la fachada que contó con la presencia de gente de teatro. Un juez (Gallardo) dio lugar a la demanda. Intervino el gobierno. Al mes, se firmó un acuerdo entre las partes. Los encargados de hacer la torre y el edificio (el mismo Lerner, junto a su socio Simón Abel Groll) se comprometieron a construir un teatro e inaugurarlo cuando se terminara la obra. Por su parte, el gobierno porteño incluiría al Teatro del Picadero en algunas actividades. Entonces, vino otro acto. Esa vez, fue dentro de lo que había quedado de la sala, y fue para festejo.
La nota que dio cuenta de ese primer final feliz salió publicada en La Nacion el 6 de agosto de 2008. Otro 6 de agosto, pero de 1981, había explotado la bomba que destruyó al teatro y que intentó silenciar a una de las movidas culturales contra la dictadura de mayor significación histórica. Pero de todo eso (o que todo eso había sucedido en un lote suyo), Ernesto Lerner no sabía nada. “Fue la gente de Basta de Demoler la que nos contó la historia, porque no figuraba en ninguna documentación. Por eso, llegado el momento, nos pusimos todos del mismo lado”, recuerda.
Según el plan original, allí se iban a construir locales a la calle y oficinas. Muchas. Ocho pisos con todas las amenities . “Nosotros compramos cuatro lotes; éste era el quinto. Quiere decir que ya estábamos en una gran inversión que iba a ser eficiente en el momento de terminarla. Cuando nos enteramos de todo esto, nos propusimos reponer el Picadero”, cuenta.
Estuvo más de un año pensando qué hacer allí. Una vez, le sugirieron que el escenógrafo Héctor Calmet diseñara el teatro. El lo contrató y el arquitecto Roberto Fischman se encargó de la obra. Fischman venía de construir el teatro Astros. Una idea obsesionó al arquitecto: que de cualquier sector en el cual uno estuviera sentado viera el escenario. La forma semicircular de la sala permite cumplir con ese objetivo.
En términos de obra civil, el teatro ya está finalizado. Queda instalar el ascensor para discapacitados, los pisos, las alfombras, las butacas y toda esa infinidad de “etcéteras” que hacen al revestimiento de esta enorme estructura de hormigón. Eso demandará entre seis y ocho meses. Una vez que se termine la obra, se abrirá el teatro, cosa que a Lerner lo pone un tanto nervioso. “Diría que lo que falta ahora es un administrador. Pero yo te repito lo que la otra vez hablamos por teléfono: «No hice un teatro para sacarme un problema de encima». Al arquitecto nunca le pregunté cuánto salía hacer esto.”
-Entonces, te lo pregunto yo.
-No lo sé… Yo fui para adelante.
Cierto. Hay sobradas evidencias. De hecho, le quitó metros cuadrados al lote vecino, que culmina sobre la avenida Corrientes para que el escenario fuera más grande. Tampoco construyó en el espacio aéreo porque en la terraza se imagina que, en otro momento, el teatro se pueda expandir. Y claro está que el metro cuadrado a una cuadra de Callao y Corrientes cuesta, y mucho. De hecho, para oficinas nuevas con todos los chiches, el precio araña los 3000 dólares. O sea que, de buenas a primeras, perdió más de 6 millones de dólares. Pero Lerner no se queja ni anda sacando cuentas. A lo sumo, al pasar, confiesa que no ve la hora de tener el teatro en funcionamiento para, según normativas vigentes, ahorrarse los 100.000 pesos anuales que paga por ABL.
Cuando compró el terreno, lo único que quedaba era la fachada de este edificio construido en 1926 para albergar una fábrica de bujías. En 1981, un chispazo intolerante intentó silenciar a gente cansada de estar silenciada. Por suerte, no hubo víctimas fatales. O sí: el mismo Teatro del Picadero que, si bien en 2001 intentó volver a la actividad, nunca pudo recuperarse, hasta que pasó por ahí un vecino que pegó la voz de alerta y acá estamos: frente a un imponente escenario que, antes de fin de año, volverá a nacer.
Fuente La Nación

28/4/11

Mitos

Por Mario Goloboff
Los mitos, como la gran literatura, se construyen con incertidumbres. Poca importancia tiene confirmar hoy que Moisés era tartamudo y, si lo era, porque guiada su mano por un ángel habría elegido el fuego antes que el oro en la mesa del Faraón, o que a Julio César le advirtieron, sin que él diera crédito a esos fieles consejos, que se cuidara muy bien de los Idus de marzo. Ninguna relevancia, para mujeres y hombres de nuestra tierra, y especialmente para los más jóvenes, que Evita tuviese el pelo verdaderamente negro o falsamente rubio o que antes de ser quien fue disputara cartel con actrices de primer orden, perdiendo casi siempre.
La lenta, involuntaria construcción del mito requiere de esas incongruencias; mejor aún, ellas parecen su más sólido cemento. La memoria de grandes acontecimientos lo perpetúa, y los pequeños son, siempre y misteriosamente, elementos que luego lo engrandecen. De una manera ilógica y casi demoníaca, todo obra en su favor. Por eso, los testimonios personales carecen casi de interés, y hasta uno mismo duda si lo que vivió fue bien vivido, si no se equivocó al juzgar, si la propia experiencia (que suele ser principio de autoridad y de verdad en otros casos) no traicionó, con su palpable y cruda reciedumbre, la más profunda validez de la leyenda.
En mi modesto caso, la vida me había preparado para rechazar los mitos de la época. Cómo no obturarlos si nací oyendo las voces, sí que crispadas, de un líder llamando a saltar las tranqueras, a romper las alambradas; si leí obligado en la escuela La razón de mi vida; si vi, un invierno del ’52, amparado tras las cortinas del living de mi acomodada casa paterna, en un anochecer y un desfile fantasmales, cómo lloraban solo las desposeídas, los pobres de mi pueblo natal.
No llegué a olvidar tampoco que una mañana de años antes, casi recién venido, había despertado y llegado a la galería cubierta y que mi abuelo tenía entre sus manos un diario de grandes dimensiones o que, acaso para mi humilde estatura, yo veía tan grande. Ha terminado la guerra, dijo alguien que no recuerdo quién, pero recuerdo indeleblemente que lo dijo. Vi que todos lloraban y que alzaban las copas y cantaban. Habían salvado sus vidas, nos habían salvado.
Sé pues, cuando muy niño, algo de lo que fue la guerra en Europa y la matanza de judíos. Soy apenas un chiquitín, pero ya sé (en fin, creo saber) quién fue Hitler y quiénes Roosevelt y Montgomery. Y los por entonces gloriosos Charles de Gaulle y Winston Churchill, y hasta Stalin. Sé (ya que todavía lo voceaban mis hermanos mayores) que Miaja sí y Franco no. Sé también, porque alcancé a deletrearlo sobre unos volantitos adheridos quizá provocativamente en las puertas del negocio familiar, que “Braden o Perón” (¿o fueron mis hermanos quienes lo deletrearon para contármelo después?). Sé de la guerra, sé de los buenos y de los malos, sé de la patria y de la antipatria. Sé de tantas cosas que un niño, en un país y un mundo corrientes, no debiera, corrientemente, todavía saber...
Hay muchas vivencias que se agolpan, pero no podría asegurar a ciencia cierta si se trata verdaderamente de vivencias o de recuerdos de otros que se introducen en ellas haciendo que sus vidas, anteriores, formen parte de la mía.
Así, los temblores ascendían y se multiplicaban a nuestro alrededor, y uno iba educándose entre ellos y en medio de esa historia que, cada vez más, formaba parte de nuestra temprana intimidad. Ibamos creciendo, y también la historia iba creciendo de un modo abarcador.
En nuestra imaginación, en el mundo simbólico de nuestra comunidad, lo que había sucedido del otro lado del mar podría estar reproduciéndose en estas latitudes, con ingredientes ciertamente originales y contradictorios, pero también con un trasfondo de discursos, de lemas, de actitudes y de personajes locales que, para unos cuantos, traían resonancias casi insoportables. Inocultablemente, el miedo se infiltraba en nuestras venas e iba creando un espacio de clamores y temores que gobernaría la existencia. Esta, además, no signada por ninguna religión ni creencia, iba a orientarse sin embargo desde la juventud (y un poco paradójicamente) por las sabias palabras del evangelista: “Hijitos, guardáos de los ídolos” (primera epístola de San Juan, 521).
Pero, como bien advertía Georges Dumezil, maestro eminente del Collège de France, quien consagró buena parte de sus 88 años al estudio de los aspectos lingüísticos y luego mitológicos de las civilizaciones indoeuropeas: “El país que ya no tenga leyendas, dice el poeta, está condenado a morir de frío. Es harto posible. Pero el pueblo que no tuviera mitos estaría ya muerto. La función de la clase particular de leyendas que son los mitos es, en efecto, expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad, mantener ante su conciencia no solamente los valores que reconoce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y su estructura mismos, los elementos, los vínculos, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en fin, las reglas y las prácticas tradicionales sin las cuales todo lo suyo se dispersaría”.
¿Cómo entender, así, cómo revisitar desde tales impresiones y tales escalofríos lo que entonces pasó, los nombres que poblaron esos días y ese tiempo, esos sueños, esas visitas angustiantes de las figuras de la noche? ¿Y cómo medir la grandeza de los contemporáneos desde una visión tan personal, tan reducida?
Entre las improbables respuestas que he buscado a lo largo de años hay una, y solo una, que apenas más me satisface un tanto. Lo diré rápidamente y “con todas las letras”: la de la literatura. Solo desde el lenguaje poético puede, me parece, rozarse, reconstituirse esa realidad y, lo que es más importante, comprenderse. Bien dice Maryse Renaud, colega y amiga francesa (aunque antillana, nacida en La Martinica, es decir, en el mundo colonial), que “es del desprestigio del clásico concepto de Historia, de la comprobación de la imposible fiabilidad del discurso oficial, de donde nace la integración, incluso la celebración de la palabra popular”.
Habría que aceptar que fue esa palabra popular la que edificó nuestra verdadera historia, tal vez al lado de la que nosotros vivimos parcialmente o no vivimos bien o no alcanzamos a ver en sus enteras dimensiones. La pasión de una mujer que no se resignó a ser solo la esposa de un líder político y que, desesperada, profundamente herida por las clases poseedoras, sorprendida hasta el final por el poder que el destino había puesto en sus manos, se inmoló, literalmente se quemó, en una lucha desigual.
Es de esa disparidad, de esa sorpresa, de esa falta de discernimiento de los hombres y la historia (y de los hombres en la historia) que la literatura trata de dar cuenta, con los mismos titubeos y contradicciones que cualquier otro discurso social, pero con la certeza de que, por ser la única ficción que no niega su carácter, puede rodear, puede abarcar, puede arrojar nuevas luces (aún entre nuevas dudas) sobre los fenómenos colectivos. Allí están, pugnantes, presentes, siempre vivos, los textos de Rodolfo Walsh, los de Tomás Eloy Martínez, los de David Viñas, los de José Pablo Feinmann, Eduardo Mignona, Copi, Néstor Perlongher, Osvaldo y Leónidas Lamborghini...
Intentos, claro está, porque se trata de territorios y de lenguajes bien distintos, pero, al emprenderlos, se internan ya en un magma y, a pesar de todo, van obteniendo variaciones y reflejos de una verdad que, para siempre, seguirá siendo inalcanzable.
Justamente, ese carácter de inaccesibilidad es el que le asegura resistencia y persistencia. Lo mítico del mito es que no puede cercárselo, que no se acaba, que siempre continúa interrogándonos, más allá de toda razón, de toda lógica, de toda experiencia material, como la poesía.
* Escritor, docente universitario.

ENCUENTRO REGIONAL DE ARTE FOLCLORICO DEL LITORAL EN CORRIENTES

ENCUENTRO REGIONAL DE ARTE FOLCLORICO DEL LITORAL EN CORRIENTES

13/4/11

EN ECUADOR

Fernando de Sa Souza, nos representa en Ecuador.

        

          Expondrá sobre:
“Multiculturalidad urbana e industrias culturales en América Latina: el diseño como   oportunidad”. También dictará un taller bajo el título: “De la identidad cultural al plan de negocios”.

"La Casa de la Cultura Ecuatoriana ”Benjamín Carrión”, Núcleo de Chimborazo , institución autónoma del Estado del Ecuador, desde 1992 , organiza cada año el ENCUENTRO DEL NUEVO MUNDO DEL FOLCLOR destinado a crear nexos entre las culturas vivas de América y del Mundo. Durante estos dieciocho años, 8.300 artistas de América, Asia y Europa, han venido a Riobamba y Ecuador a exponer su arte ante 313.000 personas.
Para este año, nuestra institución, por intermedio del Comité Organizador, realizará en el mes de abril el 19º ENCUENTRO DEL NUEVO MUNDO DE LAS ARTES en “Saberes Ancestrales” de la Pachasofía, Feria Nacional del Libro Ecuatoriano, Arquitectura, Fotografía, Diseño Gráfico, Artes Plásticas, Poesía y Literatura, y del Circo de la Calle.

http://que-gestionamos.blogspot.com/

17/2/11

Presentacion

"...El sapo pudo generar las almohadillas nupciales cuando se vio obligado a procrear en el agua.
Ergo: el sapo contaba con una opción."